sábado, 4 de octubre de 2014

Los ojos negros


Johaed cabalgaba por el bosque de Aldecoa. Exceptuando unas pocas aldeas, y una mansión solariega, en aquella región desolada sólo se alzaba la antigua fortaleza abandonada de Aldecoa, que destacaba entre los numerosos árboles. 
El sol estaba ya poniéndose, y el canto de las aves nocturnas sustituía a los de las diurnas. Johaed era un comerciante de telas, y tras vender su género en Suferin, el mayor mercado del reino, volvía a su hogar en Igori. Para ello debía cruzar aquella provincia abandonada, que sólo hacía unos siglos era la próspera capital del reino de Aevron. Y si había algo que detestaba nuestro mercader era la soledad y el abandono. 
La oscuridad creciente, unida al frío invernal y a la inquietud natural de Johaed, le hacía estremecerse en su silla. Se arrebujó en su capa de pieles y continuó el camino, en búsqueda de una aldea o algún caserío en el que pernoctar. Pero pasaba el tiempo, la oscuridad terminó de caer sobre la tierra, y ninguna casa aparecía, ninguna luz señalaba el camino. El susurro del bosque, omnipresente, cobraba mayor relevancia, y el hombre atento podía sentir la vida hormigueando en los arboles, sobrevolando las copas, correteando y reptando entre las hojas caídas. 
Cabalgaba en una penumbra casi absoluta. La atmósfera era más densa y opresiva a cada minuto que pasaba. El jinete se encogía, sintiéndose intensamente observado. Era consciente de que estaba solo, pero de de que a la vez no lo estaba. Estaba siendo visto, no por alguien, sino por algo. Quizás parar a descansar fuese la mejor idea, pero no podía irse a una orilla del sendero. No tenía suficiente valor como para dormir con aquella presencia imposible. 
“No son más que imaginaciones tuyas. Meros ruidos.”, se repetía en voz baja, como un mantra, pero pese a ello el temblor se hacía más fuerte, y los ojos miraban más los cambiantes juegos de sombras que el sendero. ¿Era un paso lo que se oía a la derecha? ¡Una silueta humana! Oh, no. Sólo un árbol, agitado por el viento invernal. Lo que se mueven son ramas, no brazos. Sólo hay árboles, y pequeñas alimañas. Y la mole oscura, alta y amenazante, de la torre de la fortaleza abandonada. 
En las noches oscuras, de luna nueva, los duendes y las brujas hacen sus aquelarres. Bailan desenfrenados, pronuncian sus conjuros, realizan su ritual. Vuelan entre los árboles, y caen sobre la víctima. Pero cuando Johaed alzó el rostro esperando ver a la hechicera siniestra, sólo vio un búho con un ratoncillo recién apresado.  
La medianoche había pasado ya. Johaed apenas se atrevía a respirar, se veía rodeado por mil sombras danzantes. Ramas en movimiento. O no. El hombre se aferraba, tembloroso, a las riendas. Llegó una señal inequívoca. Una voz. No era búho, ni mochuelo, ni ratón, ni alimaña alguna. Era la voz de un niño. El comerciante se quedó paralizado. De entre las sombras, surgió una pequeña silueta oscura.
Johaed emitió un balbuceo. El niño parecía perfectamente normal, pero algo, ese algo que lo llevaba persiguiendo desde hacía horas, atenazaba al hombre. El niño le miraba, pero era incapaz de distinguir sus rasgos. “Sígueme. Conozco un refugio.” Pero el caballo se negaba a seguir, el corazón de Johaed se resistía, oprimido. 
La marcha abandonaba el sendero. Caballo y jinete hacían un esfuerzo de voluntad para seguir. Entre el suspiro de los árboles, pasaban las tres siluetas. Las ramas azotaban de cuando en cuando el rostro de Johaed. Nadie hablaba. Ni siquiera cuando llegaron a un claro, en el que persistía un edificio solitario y oscuro. Ninguna luz asomaba por las ventanas. Ventanas rotas. Como la techumbre. Como, incluso, una de las agrietadas paredes. El niño se volvió. Sin una palabra. Johaed no llegó a identificar sus rasgos. Sólo aquellos grandes ojos, ojos sin iris ni escleróticas, de negro total. 
El mercader cayó del caballo, envuelto en un manto de oscuridad, mientras en su retina se grababan, eternos, los ojos negros. 

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