miércoles, 15 de octubre de 2014

Un caminante.

Últimamente, cada vez que me pongo a escribir, siempre aparece una misma idea: un hombre que camina, solitario, por un sendero. Puede ser un caballero medieval, un hombre moderno o un alienígena. Puede cabalgar por un bosque oscuro por la noche, puede que andar por un camino embarrado mientras diluvia, puede que se esté friendo bajo el inmisericorde sol de un desierto. Da igual. Siempre es lo mismo, el errante que va por los caminos del mundo. No hay un destino fijo, nunca llega al lugar. O si llega, siempre ha de descubrir que la meta verdadera es el camino. 
Es este hombre alguien sin origen, y sin futuro. Es un hombre que no tiene patria alguna, que no desea tenerla. No tiene un plan para mañana, sólo el mundo que va descubriendo bajo sus pies. A veces encuentra un abrupto final. Un abismo, un río infranqueable. O la muerte. Pero incluso en ese último caso ha merecido la pena. Ha sido una buena vida. Ha visto las arenas del desierto, las verdes llanuras, los bosques umbríos, los montes nevados. Su viaje no ha sido fácil, ha tenido hambre, ha estado cansado, también hubo un momento en el que dijo: "No puedo más". Pero más tarde, nunca se arrepintió de la sed del desierto, ni de nada. Sólo se arrepentía de los actos del momento; lo pasado era contemplado con cierta benevolencia. Si algo había estado mal, ahora tampoco podía cambiarlo, así que le daba igual. 
Para él, el pasado no existe. Es una sombra, y jamás retornará sobre sus pasos. El futuro no tiene importancia, es un paso como el que doy ahora, pero en otro sitio. Sólo hay presente, el paso que doy sobre esa piedra llena de líquenes, la mirada que se pierde en el terreno irregular. Un viento cálido mueve los arbustos amarillentos en la tierra marrón. El hombre, con su paso tranquilo, que disfruta del momento, que disfruta del mundo, se pierde tras un horizonte, que siempre es el mismo, que nunca es igual. 

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